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La crisis moral que nos acecha no es el laicismo, ni la postmodernidad, ni el consumismo… Lo realmente grave en nuestra sociedad es la falta de humanidad. Es algo que queda en evidencia en no pocos ámbitos de la vida. En las familias abunda la despreocupación de los unos por los otros; en las parejas el amor aparece más como un pacto, algo contractual, que como algo que empapa todo el ser; los niños especiales apenas tienen un espacio propio; los pobres son dejados a su suerte y los ancianos son ignorados, cuando no maltratados a fuerza de indiferencia.

Cuando visito los páramos y los pueblitos perdidos por la geografía de Chimborazo, la mayoría de ellos indígenas, percibo el especial abandono de los ancianos no sólo por razón de la pobreza cuanto por causa de su soledad. Muchos de nuestros pueblos apenas están habitados por viejos, en gran parte a causa de la migración. Algunos de ellos apenas saben administrar su soledad, perdidos en la pobreza, en la ausencia o en la nostalgia. Son expertos en mirar el horizonte sin apenas tenerlo. Y, sin embargo, pienso y siento que ellos tendrían que ser para nosotros una razón de vivir y de alimentar la esperanza de un mundo infinitamente mejor.

Si no sabemos cuidar de nuestros ancianos acabaremos perdiendo ese fondo de humanidad que nos identifica como amigos, hijos y hermanos. Los ancianos son los representantes más claros de nuestra condición humana. De su mano podemos contemplar el pasado, la fuerza de la sabiduría, de la ternura y de la gratitud. Contemplándolos, no es difícil adivinar lo que vendrá. Puede que también nosotros ocupemos su lugar, no necesariamente un mejor lugar, sino el mismo lugar teñido por la incuria o por el abandono.

Cuidar a los ancianos nos humaniza. Permítanme, una vez más, que vuelva a ser provocativo: ¿Cómo es posible que una madre saque adelante a cinco hijos y que cinco hijos no sean capaces de sacar adelante a una madre?

Cierto que no siempre es así. Gracias a Dios. La semana pasada participé en una fiesta de cumpleaños en honor de una mujer admirable y querida (su nombre es Graciela) que cumplía 90 años. Hermosos años, acumulados en su piel de anciana sabia y en su corazón de mujer amada por hijos, nietos y bisnietos. ¡Qué delicia! Allí, de su mano, comprendí una vez más el valor de la fe y que lo que está en juego es nuestra humanidad, es decir, nuestra capacidad de ser hijos de Dios y de parir en el corazón de los propios hijos una esperanza más honda que el amor al dinero, al prestigio o al poder. ¿Por qué será que cuando esta capacidad se pierde entran en juego todos los demonios?

Cuiden a sus ancianos, a sus padres solos o enfermos, a cuantos necesitan ayuda y compasión. Olvídense del repertorio de las miserias y devuelvan un poco de lo que han recibido. No harán nada del otro mundo. Simplemente prepararán su futuro.

 

Autor: Julio Parrilla, obispo de Riobamba y miembro de Adsis.
Fuente original: Diario El Comercio