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He visto una hermosa película, en silencio, en penumbra, tratando de destilar mis convicciones y de renovar mi fe. Me refiero a “Pablo, el apóstol de Cristo”, de Andrew Hyatt. En medio de tantos líos, sustos, sorpresas y decepciones (¿quién será el siguiente detenido o encausado?) conviene encontrar alguna que otra rendija de paz y dedicar un tiempito a la vida interior. La película sobre Pablo podría ser una oportunidad.

En la Roma del año 64 d.C. Nerón culpa a los cristianos del gran incendio de la ciudad. Los atrapa, los sacrifica en el circo o los quema en la vía pública para iluminar la noche. Lo que está en juego es algo más que el incendio de Roma. Más bien, el poder se siente amenazado por una nueva religión, es más, por una espiritualidad revolucionaria que subvierte la tranquilidad del Imperio. ¿Alguien podrá decir impunemente que por encima del César está Dios?

Lucas, el médico griego autor del tercer evangelio, se adentra en la convulsa capital con la intención de visitar a Pablo, preso en la cárcel mamertina. Quiere escribir la historia de los primeros años, de los primeros sueños, de las primeras aventuras. Y acude a Pablo como fuente privilegiada. Se aloja en la casa de Aquila y Priscila, donde encuentran refugio un buen número de cristianos al borde del colapso.

Andrew Hyatt rueda una película para paladares contemplativos, para gente que desea hacer un alto e ir más allá de lo que ve. Bellamente fotografiada, su compás es lento. Expresa, sobre todo, dilemas y sufrimientos, temores y ansiedades: Aquila y Priscila enfrentados sobre el destino de su casa; Lucas, impotente ante el dolor de sus hermanos; y, por supuesto, el dolor del propio Pablo, cuyo aguijón (la contradicción de su vida de perseguidor y perseguido) se le clava con más fuerza en el alma.

Los cercos visuales son angostos y nos invitan a escuchar los diálogos entre Pablo y Lucas, a interiorizar una experiencia que refleja el sentido de la vida pero también el peso de la amenaza. Tanto sufrimiento, ¿tendrá sentido? ¿Merecerá la pena arriesgar la tranquilidad del presente y la seguridad del futuro? No son las preguntas de ayer. Son las preguntas de siempre, las que merece la pena hacerse cuando el compromiso social, político o, simplemente humano, cerca nuestra vida y nos exige dar respuestas.

Lo cierto es que se ama por experiencia o por nostalgia. La nostalgia del Maestro era tan fuerte, tan viva, provocadora que, aún sin su presencia, era imperioso dar la vida. Es una buena lección en tiempos de lealtades líquidas, dominados como estamos por la fuerza del dinero, del prestigio o del poder. Tiempo idóneo para alimentar la añoranza del Maestro y volver, más allá de coyunturas, a las certezas primeras sobre la dignidad del hombre y su infinito valor. ¿El poder de Ortega, Maduro o Guacho valdrá la vida de un hombre?
 

 

Autor: Julio Parrilla, obispo de Riobamba y miembro de Adsis.
Fuente original: Diario El Comercio