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El pasado martes decía el ministro del Interior que más de ocho mil venezolanos cruzaban cada día el puente de Rumichaca. Entre los muchos miedos que llevan a cuestas está la duda de que, dados los nuevos aires que imperan en Colombia, cierren la frontera a cal y canto.

Las imágenes hablan por sí solas: ateridos de frío, envueltos en sus mantas, al borde de la hambruna, cansados de andar, con sus magros equipajes, evocan un éxodo terrible hacia una tierra que nadie les prometió. Es una terrible aventura que nadie sabe cómo y cuándo podrá terminar.

Imagino que en Venezuela son imágenes prohibidas, lo cual es una manera de destruir las evidencias. Maduro ahora se vuelve un experto en ver conspiraciones, pero no ve (ni mira) el dolor de un pueblo (el suyo) que lo único que puede hacer es huir de su propio país. Son ya más de un millón y medio de venezolanos a la deriva, en busca de un puñado de tierra, de pan, de trabajo, de libertad,…

La debacle de la economía tendrá graves consecuencias políticas y sociales porque entorpecerá la recuperación de Venezuela hasta límites quizá insalvables. Cualquiera pensaría que la culpa la tiene el petróleo. Cuando en el año 2014 se derrumbó el precio del crudo, Venezuela producía casi tres millones de barriles diarios, ahora apenas sobrepasa un millón. La caída de la producción en casi dos tercios ha reducido los ingresos en casi dos tercios. Dicen que las refinerías operan a un 30% de su capacidad. ¿Qué le queda a los trabajadores especializados? Hacer la maleta y salir escopetados con viento fresco.

De la desbandada forman parte infinitos técnicos, sin duda los mejor preparados. Quedan los menos cualificados, la gente del partido que lo mismo podría estar trabajando en una fábrica de cemento que en un silo de maíz. La crisis de hoy obliga a pensar en la de mañana. Y es que el horizonte es tenebroso. La culpa no la tienen los que se van, sino aquellos que provocan la huida con auténticas políticas de hambre y sueldos de miseria.

A la luz de la ética social, Maduro tendría que irse. También por dignidad. También por compasión. Ningún poder, ninguna revolución merecen tanto dolor. Pasará a la historia como una peste, como un flagelo, aupado (como Ortega) por su guardia pretoriana, chupones del régimen y sanguijuelas del pueblo.

En mi Galicia amada, hace años, pueblos enteros salían hacia Venezuela. Entonces el país bolivariano era la meca de los sueños. El futuro estaba allí. Ahora el futuro está en las fronteras, en los caminos, en vender churritos en cualquier semáforo de Riobamba. Ya nadie puede decirnos: “Métanse en sus asuntos”. Hoy, Venezuela es un asunto de todos.

A estas alturas del drama, no sé qué dirá el pajarito. Pero cualquier persona de bien que ame la justicia y tenga un mínimo de compasión, sólo puede decir: “Maduro, váyase”.

 

Autor: Julio Parrilla, obispo de Riobamba y miembro de Adsis.
Fuente original: Diario El Comercio