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A la sombra de Mr. Trump crece el caos. La última perla es proclamar la intención de separar a los menores de sus padres. Hay que disuadirlos, a fin de que no se atrevan a entrar en lo que otrora fue el país de los sueños y hoy, para los pobres del mundo, es simplemente el país de las pesadillas. Hemos llegado al punto de que incomoda el hecho de llegar, golpear las puertas y pedir trabajo o refugio. Resulta vergonzoso que, después de tantos años, la gran política sea levantar muros.

Con el título de los “migrantes invisibles” me refiero precisamente a los niños, a los miles de niños que desaparecen por las diferentes rutas de la migración. Intentar ocultar o ignorar el drama de los menores sin papeles delata a los estados y a las sociedades como cómplices de las mafias que los explotan. El Papa ha denunciado cómo “acaban fácilmente en lo más bajo de la degradación humana, allí donde la ilegalidad y la violencia queman en un instante el futuro de muchos inocentes”.

Vulnerables y sin voz, la dura travesía a la que se les fuerza provoca que su dignidad se vea usurpada, convirtiéndose en carne de cañón, víctimas de la explotación sexual, de la delincuencia, de la extracción de órganos,… A pesar de la distancia (no física, sino mental) en la que vivimos, lo triste es que esta historia es la nuestra, tejida con los hilos de la indiferencia y de la falta de justicia y de compasión.

Hay medios, pero no voluntad para frenar estos abusos en tanto que se posterga la aplicación de una política migratoria coherente en los países de origen, tránsito y destino.

 

A Mr. Trump hay que recordarle de donde proviene. El imperio que ha construido y el poder que se le ha otorgado no pueden borrar la memoria ni ocultar la realidad de millones de hombres y de mujeres que no sólo llaman a la puerta, sino que, durante decenas de años han barrido la casa, haciendo los trabajos más humildes y alimentándose de las migajas que caían del mantel.

Hay medios, pero no voluntad para frenar estos abusos en tanto que se posterga la aplicación de una política migratoria coherente en los países de origen, tránsito y destino. Como creyente, siento que el Dios de Jesucristo no puede estar contento hasta que los menores no sean rescatados y se les ofrezca, en familia, una alternativa de futuro.

Separar a los niños de sus padres es la más grande de las injusticias y una auténtica crueldad. No niego la necesidad de regular los flujos migratorios que permitan salvaguardar la estabilidad de cada país. Pero esto no justifica el cierre de las fronteras o la negación de los derechos a los que llegan. Menos aún, manipular a los menores o aplicar procedimientos inhumanos como el de la separación familiar. Desde que el mundo es mundo, el hombre ha migrado buscando tierras y cielos mejores. Y este ha sido un derecho universalmente reconocido, máxime cuando la propia vida y la de los hijos se siente gravemente amenazada.

¿Seguiremos dando oxígeno con nuestro silencio a los que castigan a niños desamparados, víctimas que crecen vulnerables y sin voz?

Julio Parrilla es Obispo de Riobamba y miembro de Adsis.

Fuente Original: El Comercio