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El camino que lleva a Belén es como el de mi barrio de Santa Cruz, que no está asfaltado y que, por el contrario, está lleno de huecos. Todos los días avanzamos dando tumbos, tragando polvo y a la deriva. Tampoco hay un miserable mapa que delimite las vías principales y las secundarias. Así pasó hace dos mil años. No era fácil acceder a Belén. Tampoco hoy, a punto de terminar el año 2018, es fácil descubrir dónde nace Dios. Las luces y las guirnaldas, la música y las comparsas, los regalos y las cuchipandas, lejos de señalar el lugar del encuentro, se convierten en una carrera de obstáculos que nos impiden ver lo esencial. Yo se lo suelo decir a mi feligresía de Riobamba: No se olviden que los más importante del Pase del Niño es el Niño, pequeñito y frágil, apenas perceptible en medio de tanto jolgorio.

Lo cierto es que peregrinar hacia el portal nunca fue sencillo. Menos aún en aquella primera Navidad, la de la familia migrante que viajaba con lo puesto, a quien nadie le abría las puertas cuando quedaban horas para el parto que lo cambiaría todo. Si el Niño fuera latinoamericano estaría en los brazos de María camino de Tijuana, huyendo del Herodes de turno, del que siempre es y será capaz de matar a los inocentes con tal de conservar el poder.

Para encontrarse con el Recién Nacido, hay que salir de uno mismo, de los propios intereses y seguridades, de la maldita acomodación que nos ata y nos secuestra e inocula en nuestra alma el virus de la indiferencia. Vamos, que es todo al revés de lo que nos gritan los mercaderes de la gran ciudad>: para encontrar el camino y llegar al pesebre hay que ir ligero de equipaje.

En tiempos de declaraciones pomposas y muros de incomprensión, la Navidad es una invitación a ejercer un amor que no entiende de fronteras ni repliegues, un amor que nos recuerda nuestra condición universal de hijos y de hermanos, un amor que nace entre un buey y una mula, en la pobreza del enfermo, del refugiado, de la víctima de la trata, del desaparecido, del abusado, de la mujer maltratada y violentada, del anciano abandonado, del castigado por las adicciones, por el diezmo o la falta de trabajo.

Hoy es día para comunicar la propia fe, la fe en el Amor Mayor de un Dios que acampa en medio de la miseria humana y nos da alas de justicia y de misericordia, de perdón y reconciliación, un Dios que le pone la segunda voz al canto de Mercedes Sosa y nos pregunta: “¿Quién dijo que todo está perdido? Yo vengo a ofrecer mi corazón”. Porque no todo está perdido, hay que vencer la contaminación que deslumbra y ciega de tal manera que oculta la sencillez y la humildad de Aquel que nace en las periferias, Sólo con un cielo despejado de todo egoísmo se puede vislumbrar la estrella que guía hacia el misterio de la encarnación.

En medio del ruido, a todos les deseo una Navidad feliz. Pónganle nombre: se llama Jesús.

Autor: Julio Parrilla.
Fuente: El Comercio.