Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, que era ya muy anciana. Había estado casada siete años, siendo aún muy joven; después había permanecido viuda hasta los ochenta y cuatro años. No se apartaba del templo, dando culto al Señor día y noche con ayunos y oraciones. Se presentó en aquel momento y se puso a dar gloria a Dios y a hablar del niño a todos los que esperaban la liberación de Jerusalén. Cuando cumplieron todas las cosas prescritas por la ley del Señor, regresaron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se fortalecía; estaba lleno de sabiduría, y gozaba del favor de Dios.
Ana es símbolo de la comunidad cristiana en la que cada uno de nosotros hemos encontrado a Jesús en su verdadera identidad.
La misión fundamental de los cristianos es anunciar con su conducta y sus palabras a Jesús. En vez de enredarnos en polémicas circunstanciales con la sociedad de la que somos parte, debemos remitirnos siempre a Jesús y a su Evangelio.
Más que la ortodoxia de la doctrina, al mundo actual hemos de proponerle el proyecto evangélico de vida nueva y el compromiso por construir una sociedad más fraterna y solidaria.
La misericordia ha de ir unida a la verdad y la verdad no es mera doctrina sino un compromiso de vida abierta a la libertad y a la justicia verdaderas.
No olvidemos nunca la recomendación de Jesús: En esto conocerán que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros (Jn 13, 35)
Formemos comunidades donde el testimonio del amor y del compromiso manifiesten el amor que vinculaba a la familia de Nazaret, creciendo también nosotros en fortaleza, sabiduría y gracia.