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Cuando era joven, leía “La peste” de Albert Camus en la buhardilla de mi casa, a la luz de un ventanuco por el que entraba el sol y la libertad. Siempre medio escondido, porque Camus era un maldito y yo un adolescente inquieto, convencido de que la transgresión pasaba por los libros. Y ahora, en el ocaso de mi vida, aunque la ventana se ha ensanchado, pienso nuevamente en Camus y en su vigencia, sobre todo en estos tiempos de emergencia sanitaria y de crispación sociopolítica. “La peste” no fue la única obra en la que el filósofo, nacido en la Argelia francesa, conjugó realidad política, pensamiento existencial y buena literatura. Después vinieron “El extranjero” y “El mito de Sísifo”, no determinado por el peso de una roca sino por la voluntad de seguir avanzando en medio de las dificultades de la vida.

He tratado de releer algo a la luz de estos días terribles de pandemia y de corrupción, y, lejos del morbo juvenil de aquellos tiempos, en vez de poner el foco en la amargura y el desencanto, he preferido centrarme en el humanismo que atraviesa toda su obra. “Hay que imaginar un Sísifo feliz” dirá un Camus necesitado de esperanza. De la misma manera habría que tratar de comprender los retos de nuestro tiempo, en estos momentos en que proliferan los ladrones de esperanzas.

La aparición del coronavirus, invisible y desconcertante, nos pilló desprevenidos, entretenidos como estábamos en extinguir especies, deforestar bosques, contaminar el aire, envenenar las aguas y levantar muros. Y, de pronto, nos vimos obligados a “pausar” el mundo y a sentir por él un poco de compasión. Hace muchos años, Camus ya lo había entendido: en el día a día de la muerte en expansión, sus personajes acaban reivindicando una compasión imprescindible con el hombre: “Ahora ya sé que el hombre es capaz de grandes actos. Pero, si no es capaz de un gran sentimiento, no me interesa”.

La fe ilumina mi vida y me siento privilegiado, capaz de sostener mi esperanza y la de un puñado de pobres con los que comparto el pan de Cáritas. Este es ahora mi sentimiento y mi lucha. No en estado puro, porque la compasión está tocada de indignación, de miedo e incertidumbre ante el futuro que se nos viene encima por obra y gracia de la pandemia, postpandemia, elecciones y postelecciones.

Leyendo a Camus, a pesar de los palos que recibió de uno y otro lado (para Sartre y la izquierda francesa siempre fue un pequeño burgués, mientras que para la derecha siempre, un peligroso subversivo), queda el consuelo de sus palabras lúcidas, de su posicionamiento combativo contra la injusticia y todo tipo de totalitarismo, pero, sobre todo, queda su infinito amor y respeto por la condición humana, limitada y hambrienta de sentido, siempre digna de ser amada y, a pesar de ello, criminalmente maltratada por los pillos de turno.

Este contenido ha sido publicado originalmente por Diario EL COMERCIO. Julio Parrilla.