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Bueno será recoger algunas de las lecciones que nos dejan las recientes elecciones. El ejército de candidatos se ha retirado a los cuarteles de invierno a la espera de nuevas batallas. Otra vez será. Para muchos ha quedado en evidencia el fracaso de una ilusión, intensa y efímera: saborear las mieles del poder y, es algo que también pesa, de un buen sueldo engrosado por las oportunidades que da la vida pública. Regresar al anonimato es otra cosa.

Apunto la tristeza de unas ideologías que caen en picado. La gente (candidatos y electores) ya no se plantea qué piensa o propone el candidato, más bien parco en sus propuestas, si es de izquierdas o de derechas. Quizá por eso, en la presente campaña, muchos postulantes ni siquiera se molestaron en elaborar programas o en presentar proyectos.

Lo que pesa es la figura, la troncha o la mismísima familia, la satisfacción de lograr el cargo anhelado. El asfalto de la calle, la construcción de la cancha o de la casa comunal, bien merecen el voto. Más allá de la anécdota, seguimos oscilando entre caudillismo, oligarquía y populismo. Ahora se añade el oportunismo de poder llegar al solio del poder, cueste lo que cueste (pongo por caso la quema de urnas y papeletas, las inconsistencias, los fallos en el sistema de conteo y de transmisión,…).

Y apunto otra tristeza: no acabamos de comprender el valor de la institucionalidad, tal es así que vivimos todavía en la prehistoria de la democracia. Prueba definitiva del sistema democrático es poder decir que el rey está desnudo cuando está desnudo, aunque no le guste. Esta posibilidad la dan las instituciones, no el capricho del líder de turno. En el período anterior, tan pródigo en contradicciones, los revolucionarios defendían a capa y espada la majestad del poder. Cuestionarla, mancillarla, levantar la voz o el dedo, decir la verdad, ironizar sobre el jefe,… se convertía en un ejercicio peligroso, algo menos que imposible. Lo mismo te rompían el periódico que la cara.

Votamos, es cierto, pero eso es casi todo y no es suficiente. La democracia se define por los límites del poder y los derechos de la oposición. Sustituir la institucionalidad por el líder no es sólo un problema ecuatoriano o latinoamericano, aunque nosotros tropecemos repetidamente en la misma piedra. En muchos lugares asistimos a la resurrección de una especie de fascismo, experto en devorar derechos y libertades. Pongo por caso el ejemplo de Venezuela, fustigada por el lenguaje revolucionario de Maduro, pero absolutamente alejado de la realidad, ciego y sordo al dolor de su pueblo. ¡Menudo revolucionario!

Insisto, votar está muy bien, pero se necesita algo más. Por de pronto ejercer el derecho a burlarnos de los hombres fuertes, de los poderosos del mundo que, cuando pasan los tiempos electorales, se vuelven amnésicos y se olvidan fácilmente de lo que dijeron y prometieron.
 

 

Autor: Julio Parrilla, obispo de Riobamba y miembro de Adsis.
Fuente original: Diario El Comercio