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Siempre el hombre tiende a pensar que cualquier guerra o crisis es la última… Por eso, a pesar de los buenos propósitos que hacemos cuando nos aprietan el dolor o la angustia, volvemos siempre a las andadas. Esto, que lo llevamos todos un poco dentro, es indispensable, entre otras cosas, para que funcione una sociedad de consumo.

 

El Evangelio es la mejor oferta, tantas veces maltratada por sus pregoneros, que se ha hecho a la humanidad en toda su historia.

 

Y, sin embargo, hace tiempo que mucha gente está percibiendo que el sentido de la vida no puede ser sólo consumir y consumir. Hay muchas personas en situación de búsqueda y, sin duda, que la fragilidad que ahora experimentamos, nos empuja con más fuerza a buscar en nuestro océano interior, a buscar respuestas más sólidas y definitivas. Los más jóvenes (o una buena parte de ellos, que no han sido negativamente adoctrinados o engullidos por la sociedad del bienestar economicista) tienen la gran oportunidad de ejercer la resistencia. A ellos (y a todos los buenos amigos que tienen la paciencia de leerme domingo tras domingo) se lo digo convencido y con claridad: el Evangelio es la mejor oferta, tantas veces maltratada por sus pregoneros, que se ha hecho a la humanidad en toda su historia.

El mismo Jesús decía que su camino no era una autopista, sino “una senda estrecha”. Hoy, que se está estudiando con profundidad al primer cristianismo, hemos ido descubriendo que la fe cristiana se difundió no tanto por la propaganda que hacían los cristianos (lo nuestro no ha sido el mercadeo), cuanto por el impacto y las preguntas que suscitaba su modo de vivir. Lo cual no quita que el tema de la pandemia y de la muerte nos resulten especialmente inquietantes. Es un tema complejo que tendemos a simplificar mucho.

Por un lado, está la lógica resistencia a desaparecer, algo que se da también en los animales (¿han visto cómo corre una hormiga que avanzaba tan tranquila y, de pronto, se siente amenazada?). Por otro lado, está la muerte de los seres queridos. Puede que sea por razón de mi edad (el coronavirus deja en evidencia hasta qué punto soy anciano y vulnerable), pero últimamente me fijo más en parejas de amigos muy queridos que llevan viviendo juntos más de cincuenta años. Trato de ponerme en el lugar del que se queda solo y pienso en la sensación de haber perdido aquello que Horacio llamaba “dimidium animae meae” (la mitad de mi alma).

 

¿tiene un hombre derecho a ser feliz en una ciudad infestada por la peste?

 

La pregunta que dejó Camus (hoy, que La Peste cobra nueva actualidad), “¿tiene un hombre derecho a ser feliz en una ciudad infestada por la peste?”, tendríamos que hacérnosla nuevamente y tratar de descubrir dónde está la raíz de nuestra felicidad. Pueden ustedes dedicarse a comer y a beber, pero creo que lo más humano es vincular el gozo con la gratuidad (y con la gratitud), mas no con esa falsa meritocracia y afán de figurar y de pasárselo bien, tan propio de nuestra cultura, postrada ante el mito de la eterna juventud. De repente hemos descubierto nuestra fragilidad.

Este contenido ha sido publicado originalmente por Diario EL COMERCIO