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Álvaro Chordi Miranda, nacido en Pamplona aunque criado entre Tenerife, Badajoz y sobre todo Salamanca, está configurado en torno a “las comunidades Adsis, a las que me incorporé vocacionalmente hace más de 30 años”. Tras terminar sus estudios de Derecho en la Universidad de Salamanca y de Teología en Deusto (Bilbao), “don Miguel Asurmendi, obispo salesiano, me ordenó de presbítero hace 21 años”. Incardinado en la Diócesis de Vitoria, “trabajé por años en la pastoral juvenil y en el mundo educativo”. Pero fue hace cinco años cuando comenzó su, por ahora, última aventura: misionero en Santiago de Chile.

“Siempre he sentido –sostiene– que fue Dios quien me trajo de su mano a este bello país con mis hermanos de comunidad. Abandoné mi tierra porque sentí la fuerza del Espíritu del Señor, que me impulsaba a recorrer caminos nuevos, a dejar ir las seguridades conquistadas para descubrir mi propia verdad, para dejar que Jesús me transformara el corazón y así aprender a amar profundamente”.

A servir a los jóvenes y a los pobres

“Vine a este país –añade– a servir fraternalmente a los jóvenes y a los pobres desde el carisma Adsis. Y, ciertamente, en la soledad inesperada y en el silencio habitado me siento amado por Dios, he reconocido la bondad del corazón, estoy empezando a degustar la simplicidad de la vida y a aprender de la fe de los sencillos, mis nuevos compañeros de viaje, que me permiten recorrer caminos inéditos de fe, amor y libertad”.

Sin duda, allí Chordi ha encontrado su hogar: “Entre tantas itinerancias en mi infancia y juventud, Chile se está convirtiendo en la tierra del arraigo del corazón y de la misión madura, en medio de contradicciones personales, desolaciones eclesiales, despertares sociales y emergencias sanitarias”.

Tras los pasos de Mariano Puga

En este tiempo, ha sido durante tres años consejero general de Adsis del Cono Sur y también de asesor de la Pastoral de Educación Superior del Arzobispado de Santiago. En lo pastoral, “me impactó el tiempo que participé en la parroquia de san Cayetano de La Legua, una población conflictiva como pocas en Chile y con una fuerte tradición de comunidades de base, impulsadas por el recién fallecido padre Mariano Puga, profeta y amigo de los pobres. Actualmente, soy párroco de San Saturnino, en el corazón del barrio Yungay, donde los robos, el microtráfico de drogas, la basura en las calles y la sensación de delincuencia en general está minando este barrio patrimonial que a su vez es un activo eje cultural y alternativo de la ciudad”.

Otra realidad que han de acometer con su gente es la de la naturaleza desatada: “A pesar de que san Saturnino es el patrono y protector de toda la ciudad de Santiago de los sismos, nuestra parroquia fue muy dañada por los terremotos de 1985 y 2010, inhabilitando el templo y gran parte de las dependencias pastorales por un tiempo intermitente de 15 años. Aquí se hace realidad aquello de que el templo de Dios no es solamente un bellísimo edificio construido con ladrillo y madera en 1887, que abriremos cuando lo permita la contingencia, sino que es su cuerpo hecho de piedras vivas, una comunidad pequeña, significativa, viva, plural, con mayoría migrante. Una casa chica con un corazón grande”.

Una crisis social sin parangón

Tampoco se han mantenido al margen de la gran plaga que ha devastado la Iglesia chilena (la crisis por los abusos a menores) y de la convulsión política y social del último año. “La situación –explica– de los abusos de poder, de conciencia y sexuales en el interior de la Iglesia y de las comunidades, así como el estallido social aplazado y la emergencia sanitaria global, están transformando a este país, cuyo imaginario social (un oasis en medio del desierto) cambió a raíz de la explosión de rabia acumulada por décadas que estalló el pasado 18 de octubre, promovida por adolescentes y jóvenes que dibujan un nuevo modelo de desarrollo. La inequidad se implantó en la cultura chilena y generó excesiva desigualdad en la distribución de bienes y oportunidades”.

A la hora de enumerar los “factores que han influido en la explosión social chilena”, su lista suena a modo de doliente letanía: “Las humillaciones de los que sobreviven con pensiones miserables; las interminables listas de espera en salud; un sistema educativo en crisis permanente; gente que trabaja para pagar deudas y tener un espacio para renegociarlas; un sistema de transporte que prolonga e intensifica la miseria diaria del trabajo (dos horas diarias, tiempos de espera, ambiente asfixiante de micros y metro que generan estrés, depresión e irritabilidad laboral y familiar); la violencia silenciosa contra las mujeres; la violencia contra los niños (tres de cada cuatro niños son maltratados en casa, vecindarios o colegios); los 650.000 jóvenes de entre 18 y 29 años que ni estudian ni trabajan, concentrados en familias con menos ingresos; las altas tasas de enfermedades mentales y suicidios cada vez mayores; la privatización del agua, los abusos y la corrupción (altas figuras del mundo civil, militar, policial, judicial, empresarial y también eclesial se vieron envueltos en situaciones que han hecho daño a muchos chilenos, coludiendo y abusando de otros); los cobros abusivos de peajes y tags; la ausencia de verdaderas políticas sociales al servicio de la mayoría de la población…”.

Ya no está la Iglesia…

“Es frecuente –lamenta– escuchar a la gente que dice que, en 1973 [cuando llegó Pinochet al poder], estaba la Iglesia católica… Y que ahora no hay nadie. Si bien es verdad que se ha perdido harta credibilidad moral en esta última década, tampoco los medios ayudan a dar a conocer la acción eclesial. En todo caso, con los escándalos de los abusos sexuales, hemos sido reprobados en humanidad y señalados públicamente como una institución que abusa. Somos parte del problema y necesitamos una seria y profunda autocrítica para pasar a ser parte de la solución, que, desgraciadamente, no se vislumbra”.

Ante la emergencia sanitaria general en el país, previa al coronavirus, “no hemos de olvidar que la primera preocupación de Jesús de Nazaret fue humanizar la vida, aliviar el sufrimiento de las personas y denunciar la falta de justicia y misericordia que hay en el mundo. La parroquia y la Fundación Frè (‘hermano’, en creol) trabajamos para sanar heridas y ayudar a las personas para que tengan una vida sana y próspera, porque Dios otorga a los pobres ‘su primera misericordia’”.

Con los más vulnerables

“Durante la emergencia –explica–, contagiamos esperanza (lema parroquial) mediante la campaña de recogida y entrega de alimentos y útiles de aseo a muchas familias migrantes y adultos mayores. Además, estamos entregando bastantes almuerzos calientes a una parte de las 130 personas en situación de calle que viven en nuestro barrio. Esperamos abrir un albergue social para veinte personas con la Secretaría Regional del Ministerio de Desarrollo Social y ya estamos construyendo unos baños comunitarios para personas sin techo, apoyados en su totalidad por Misiones Diocesanas Vascas”.

“Las consecuencias sociales del coronavirus –reivindica– nos empujan a fortalecer la asesoría legal, la atención psicológica y el proyecto de salud para migrantes de la Fundación Frè, así como el ejercicio de la denuncia social ante el racismo biológico que empieza a brotar fruto del pánico a ser contagiado por grupos portadores del virus, como así ha ocurrido recientemente con 250 haitianos a quienes sus vecinos les tiraron piedras al interior de su cité en Quilicura”.

Esperanza y fraternidad

De ahí que apele a la esperanza y a la fraternidad: “La pandemia nos hace ayunar del pan y no nos deja más opción que comulgar con la Palabra de Dios. Así, hemos regresado, por necesidad, a nuestros orígenes, a las Iglesias domésticas, a la centralidad de la casa familiar, también de las mujeres, en la evangelización. Además, el laicado está madurando, pues no le queda más remedio que ser fielmente creativo, comentando la Palabra, escuchando a personas solas y desoladas, gestando muchas iniciativas solidarias, aportando múltiples ofertas formativas y espirituales o habitando las redes sociales”.

“Quizás –concluye Chordi–, uno de los aprendizajes de esta epidemia es que, ahora que nos sentimos frágiles, nos hemos dado cuenta de que no podemos salvarnos nosotros solos, como nos recuerdan también los obispos de Chile en el mensaje conclusivo de su recién Asamblea Plenaria. Vulnerables, sí; interdependientes, también. Necesitamos que la comunidad refuerce sus vínculos horizontales, un sentimiento compartido de supervivencia y vulnerabilidad”.

Fondo de emergencia

Estas misioneras son un fiel ejemplo de la Iglesia en salida a la que el Papa quiere ayudar en un momento de gran dificultad. De hecho, Francisco ha creado un fondo de emergencia misionero con 700.000 euros para paliar el coronavirus. Estos recursos se distribuirán por medio de Obras Misionales Pontificias (OMP) en los territorios de misión más necesitados como consecuencia de la pandemia.

 

Fuente original: Vida Nueva digital