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He leído un poderoso artículo de Jordi Bonet i Martí sobre los 100 años del armisticio que puso punto final (es un decir) a la Primera Guerra.

Corría 1918. Para la mayoría de los europeos se trata de un recuerdo lejano, pese a los 8 millones de muertos y 21 millones de heridos que regaron con su sangre los campos de Europa. El recuerdo de la Gran Guerra y de todas las guerras debería de servir para fortalecer la cultura de paz y la democracia. El armisticio supuso no sólo un inmenso conteo de muertos y heridos, sino también la desaparición de unos cuantos imperios. Especialmente para Alemania el tratado de Versalles impuso unas condiciones draconianas: el desarme, la pérdida de sus colonias y de parte de sus territorios y el asumir ingentes reparaciones económicas. El país acabó profundamente arruinado y desmoralizado.

Lo cierto es que el armisticio no trajo la paz. Muchos pensaron que la Gran Guerra sería el final de todas las guerras, un pensamiento inútil ante el dramático ascenso del nazismo. Al final, el mismo vagón que sirvió para firmar el armisticio en 1918, fue usado en 1940 para firmar la rendición de Francia. Durante años, el vagón fue exhibido en Berlín como un trofeo de guerra. Los nazis, cuando el hundimiento era ya inevitable, lo volaron para que no cayera en manos de los aliados. Años después, Francia creó una réplica que actualmente se encuentra en el bosque de Compiégne.

Más allá de los simbolismos habría que pensar bien el significado de una guerra que, lejos de ser la última, engendró la Segunda y subsiguientes guerras que todavía hoy asolan el planeta: Cambió el mapa político, EE.UU asumió su liderazgo, surgieron nuevas naciones y revoluciones de izquierda y derecha, comunistas y fascistas, que ensombrecieron por años el horizonte europeo.

No se puede pasar de puntillas sobre tanto dolor ni limitarse a poner una corona de flores en la tumba del soldado desconocido. Es necesario mencionar el imperialismo, el colonialismo y las revoluciones sociales, la fatídica voluntad de poder capaz de someter a personas y pueblos al sueño de un imperio de mil años. Muy pocos años después de decir semejantes tonterías, Hitler yacía calcinado en el patio del bunker, que fue su cárcel durante años de paranoia.

Quizá todos tengamos algo que aprender. La historia de Europa fue durante muchos años la historia de una incapacidad crónica para construir convivencia a partir del diálogo y del entendimiento. Hoy, la moral pone en entredicho cualquier intento de solucionar los problemas por la violencia, de tal forma que el concepto de “guerra justa” ha quedado cuestionado. Deberían tenerlo en cuenta terroristas y populistas que, de uno u otro modo, intentan imponer por la fuerza sus sueños y su codicia. ¿Qué nos toca? No permanecer impasibles ante el dolor y el sufrimiento.

 

Autor: Julio Parrilla, obispo de Riobamba y miembro de Adsis.
Fuente original: Diario El Comercio