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El tema, como el sol, no puede taparse con un dedo y, menos, con la demagogia del oportunismo. Está ahí, terco y recurrente. La geografía de la violencia se va llenando de victimarios y de víctimas, especialmente de mujeres que claman por vivir en paz y en libertad.

Me asquea este maldito sentimiento de superioridad y de propiedad, machista y destructivo que, al final, acaba matando lo que el hombre dice que un día tanto amó. Y me disgusta enormemente esta patología dominante de querer hacer justicia por la propia mano, como si la turba fuera la dueña del mundo y de la vida, incapaz de administrar sus propios instintos. Al final lo que queda en evidencia es lo brutos que somos, la xenofobia y el desprecio por los demás que llevamos bien dentro.

El país se llena de hogueras bárbaras, de víctimas y de verdugos, ayer en Posorja y en Ambato, hoy en Ibarra. ¿Y mañana? Mañana la violencia emergerá en cualquier rincón de nuestro cerebro, vacío de valores, de justicia y compasión, desbordado por la impunidad y la sed de venganza. Y para más, la xenofobia.

En el corazón de nuestro pueblo conviven el bien y el mal, agazapados y perdidos como un barco a la deriva, a merced de la marejadilla de la pobreza. Nacimos para ser héroes y villanos, para alumbrar vida y secar las fuentes de la fecundidad, para ser ángeles y demonios. Así, por las grietas de un homicida ecuatoriano o venezolano se nos cuela el fuego del infierno. Si algo uno aprende con los años es que la violencia no tiene nacionalidad. Basta con dejar que las emociones nos ahoguen o que la venganza explote dentro de nosotros.

¿Será suficiente la represión, el juicio, la condena, la cadena perpetua? Nuestro pueblo necesita paz, educación y trabajo; necesita dejarse cubrir nuevamente por la nube de la misericordia con la que Dios protegió a Israel. Algún día tendremos que abandonar la cara oculta de la luna, pasar de la oscuridad a la luz, recuperar nuestras virtudes ciudadanas y la pureza de nuestra fe cristiana, como en aquellos tiempos preciosos en que los mandamientos de la ley de Dios iluminaban nuestros rincones más recónditos.

Vivimos en una sociedad que fácilmente pierde el norte y la paz. Nos abruman la codicia, el consumo, el amor desmedido a la plata y al poder, la idea de que todo vale con tal de que yo esté bien, la tentación de resolver nuestras dificultades a gritos y golpes, la impunidad y la ausencia de justicia, las puertas batientes de las prisiones, la indiferencia de la gente mientras a mí no me toque o la sangre no me salpique.

Pienso en tantas personas buenas de la nacionalidad que sean, en cuantos aplastados por un país esquizofrénico, tan dulce y amargo al mismo tiempo, sueñan con vivir en paz. Y le pido a Dios que nos ayude a sacar de dentro a fuera la cordura, el comedimiento y la compasión. Por ahora sería suficiente.
 

 

Autor: Julio Parrilla, obispo de Riobamba y miembro de Adsis.
Fuente original: Diario El Comercio