Aquel mismo domingo, por la tarde, estaban reunidos los discípulos en una casa con las puertas bien cerradas, por miedo a los judíos. Jesús se presentó en medio de ellos y les dijo:
-La paz esté con vosotros.
Y les mostró las manos y el costado. Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús les dijo de nuevo:
-La paz esté con vosotros.
Y añadió:
-Como el Padre me envió a mí, así os envío yo a vosotros.
Sopló sobre ellos y les dijo:
-Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados, Dios se los perdonará; y a quienes se los retengáis, Dios se los retendrá.
Jesús se aparece a los discípulos, que están escondidos y con las puertas cerradas por miedo a las autoridades religiosas. De un modo muy parecido, también nosotros podemos estar cegados por nuestros miedos y decepciones. Jesús les dice: “La paz con vosotros”. Es una paz interior que brota de su presencia, de su amor misericordioso. No les hace ningún reproche, no hace sentirse culpable a nadie. Jesús se acerca a cada uno de nosotros y de nosotras en un nivel más profundo que todas nuestras heridas y temores.
Jesús hace posible que el grupo, formado por personas atemorizadas y confusas, se transforme en una comunidad de amor, que prosigue su misión: recuperar y dar vida a otras gentes transmitiendo el amor compasivo del Padre. El don del Espíritu Santo les transformará en testigos del Resucitado.
La comunidad que hoy somos es fruto del Espíritu que nos impulsa a vivir en comunión, aceptándonos como hijos e hijas entrañables al servicio del Evangelio. El Espíritu nos libra de todo afán de competencia, de sentimientos y juicios negativos; nos conduce al respeto mutuo, a la acogida, a la escucha, al perdón y a la permanente apertura a las necesidades de los demás