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En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, el ciego Bartimeo (el hijo de Timeo) estaba sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar:

- Hijo de David, ten compasión de mí.

Muchos le regañaban para que se callara. Pero él gritaba más:

- Hijo de David, ten compasión de mí.

Jesús se detuvo y dijo:

- Llamadlo.

Llamaron al ciego diciéndole:

- Ánimo, levántate, que te llama.

Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús.

Jesús le dijo:

- ¿Qué quieres que haga por ti?

El ciego le contestó:

- Maestro, que pueda ver.

Jesús le dijo:

- Anda, tu fe te ha curado.

Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.

Comentario: 

¿Qué arde en mí corazón? ¿Cómo es mi relación con el Señor?

No está de más pedir a Jesús un poco de ayuda, que se sienta como me siento yo. Quizás nos sorprenda su respuesta (sería bueno buscarla en el propio Evangelio, en aquellos pasajes que asemejen mi vida). Quizás su pregunta inicial desarme mis razonamientos y me toque pararme a pensar: ¿Pero, qué quiero yo de Dios?, ¿Qué es lo que le pido y por qué?, ¿No lo puedo solucionar o estoy atorado en mis reacciones, estoy cegado? Quizás sólo con reformular la petición a Dios ya estoy hallando la mitad de la solución, quizás. Y en todo caso, si la solución no es tanto mía, soy invitado/a al vértigo de la fe, a creer que Dios sí tiene respuestas…. ¿Me lo creo?

Es una bella oración de muchas de nuestras mañanas: menos rollos, sólo decirle “Maestro, que yo vea…”