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Si me dejo llevar por mi natural optimismo diría que la pandemia, por encima de tanta desgracia, nos traerá un modo nuevo de ver las cosas, una manera más humana de vivir. Pero, sinceramente, no lo tengo claro. Y lo peor, o lo mejor, es que apenas me importa.


                                                                                                                                                                                                          Javier Deán

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Antes de explicar semejante desvarío quisiera contaros mi interpretación sobre algunos aspectos de lo que hemos experimentado en estos meses pasados. Y para ello hay una palabra que resume de forma precisa la cuestión: el miedo. Un miedo genérico a que la economía se hunda o a que el sistema sanitario colapse, y un miedo concreto a que el/la vecino/a me contagie, a perder mi trabajo, a enfermar y a morir. Entre estos miedos concretos, me quedo con lo que me decía una persona mayor: “Yo no tengo miedo a morir, ya he vivido mucho, pero me horroriza la posibilidad de morir sola en la UCI”. Y es que creo que ahí está una de las claves de lo que nos ha sucedido. Nos hemos dado cuenta de que estábamos o podíamos estar solos/as, solísimos/as, cada cual encerrado/a en su casa (o en la cama del hospital) sin poder salir y sin poder pedir ayuda, esperando un mensaje positivo nada menos que… ¡del presidente del Gobierno! Entre medias, salvo honrosas y escasas excepciones, no había ni gobiernos locales, ni alcaldes/as, ni asociaciones de vecinos/as, ni comunidades de portal, ni familias amplias, … ¡ni siquiera iglesias, que permanecían cerradas! 

Yo he defendido en diálogos con personas cercanas que los/as presidentes/as de las comunidades de portal tendrían que haber jugado un papel relevante en esta situación de crisis, dado que era en ese nivel de cercanía donde se dilucidaban las cuestiones más importantes para la vida confinada: la garantía de abastecimiento de productos de primera necesidad, el apoyo sicológico a las personas solas o enfermas, el uso de los elementos comunes para el ejercicio físico, etc. Pero nada de esto, o parecido, ha sucedido. Nos metimos cada cual en nuestra casa esperando a que capeara el temporal. Es cierto que algunas personas han tenido gestos de humanidad con sus próximas y que grupos solidarios han rescatado del abandono a personas necesitadas, pero, al menos ésa ha sido mi percepción, en general se ha producido un repliegue hacia respuestas individuales, aún más individuales de las que ya teníamos anteriormente.

Dicen los/as científicos/as que, junto al de supervivencia y al reproductivo, el instinto gregario es uno de los básicos en el homo sapiens. Y yo me pregunto cómo habíamos llegado a arrinconar de tal modo ese instinto para que en una situación como la que hemos vivido no haya jugado un papel mucho más significativo. A la vista de esto, creo que hay que volver a decir bien alto que el individualismo competitivo y excluyente que ha arraigado en nuestras entrañas es completamente antinatural. Tenemos que recuperar como sea la conciencia de que el ser humano es un ser social por naturaleza y que solo cooperando y funcionando como verdadera sociedad tendremos futuro como especie.

Además, la pandemia nos ha puesto ante la realidad incontestable de que somos una única especie y que lo que le acontece a un ser humano en una esquina del planeta tiene consecuencias en quien vive en el extremo opuesto. El fenómeno de las migraciones en las últimas décadas ya apuntaba en esa dirección, pero muchas personas habían cerrado los ojos a la evidencia, llegando al extremo absurdo e inhumano de rechazar a quienes venían a cubrir los puestos de trabajo que necesitábamos para mantener nuestro ritmo de vida. Pero la pandemia ya no ha dejado lugar a dudas: por mucho que nos esforcemos en buscar las diferencias, somos una única especie y nos necesitamos unos/as a otros/as. Por eso, la acogida a quienes vienen de fuera de nuestro país, pero de dentro del planeta, buscando una vida digna debe ser una actitud natural, casi instintiva. En el Movimiento Adsis, además, sabemos por experiencia que esa acogida nos llena y nos acerca a Dios, porque cada ser humano trae en su interior ese anhelo de Vida que en cada cual se expresa de un modo único y enriquecedor.

Quisiera hacer también referencia a mi propia experiencia: al hecho de haber pasado la COVID. Se resolvió con un par de semanas de reposo en casa hasta que cedió la fiebre, pero… pasé miedo. Aconsejado por un buen amigo hice dos cosas: adoptar una postura interior, lo más sosegada posible, viviendo cada momento, sin plantear batalla a la enfermedad sino asumiéndola como parte de mí mismo; y dejarme cuidar. Dejarme cuidar. Quizás por primera vez en mi vida me dejé cuidar, de verdad. A los hombres eso de dejarnos cuidar nos cuesta, pero es la única forma de salir vivos de cualquier crisis, o, mejor dicho, es la única manera de vivir plenamente. La alternativa, seguir creyéndonos los responsables de todo y capaces de resolver todo, quizás nos salve a corto plazo, pero ahondará la herida que el modelo patriarcal ha provocado en nosotros.

Y al dejarme cuidar descubrí que lo mejor era delegar. Delegar mi alimentación y cuidado próximo en mi compañera; delegar el seguimiento de mi enfermedad en las profesionales del centro de salud; delegar mi estado anímico en las llamadas de la familia y los/as amigos/as; delegar las compras en el tendero de la esquina; delegar en otros/as la economía familiar, el futuro. En fin, delegar en Dios, confiar en la Vida. Y todo eso lo pude hacer porque al otro lado había alguien, había Alguien. Pero ¿qué les pasa a quienes han perdido ese empleo que les daba de comer cada día, a quienes viven en países sin acceso a un sistema sanitario digno, a quienes no tienen entorno familiar o de amistades próximo, a quienes no tienen conciencia de trascendencia? Dios quiera que nos encuentren al otro lado, a cada uno/a y a la sociedad con sus instituciones.

Por todo ello, podría concluir estas notas hablando de la prioridad de los cuidados, de lo relevante que es para los hombres que recorramos un camino de descubrimiento al estilo de cómo lo han hecho las mujeres, de la importancia de reconstruir las estructuras comunitarias en la sociedad y del enriquecimiento que supone la acogida a las personas migrantes; resaltar el hecho de que en el Movimiento Adsis somos expertos/as en esas materias y proponer formas concretas en las que podríamos poner al servicio de la sociedad nuestra experiencia. Pero lo tendría que hacer en base a mis creencias, a los conocimientos que pueda haber acumulado en el pasado, a la ideología que me ha orientado en la vida. Y eso hoy no vale. La pandemia es un evento de tal magnitud que es imposible imaginar, tomando como referencia el pasado, cuáles serán las mejores soluciones para el futuro.

Así que no voy a proponer soluciones y proyectos mágicos que no tengo ni idea si se podrán realizar. Solamente me atrevo a sugerir que cambiemos un poco nuestro modo de vida. Que nos quitemos por una temporada la pesada mochila que llevamos, que abandonemos las creencias aprendidas, y cada mañana, tras un ratito de meditación y/o oración, salgamos a la calle como si la vida empezara de nuevo. Hagámoslo sin que nos guíe un objetivo concreto, sino solo con un hambre voraz de acontecimientos relevantes, de encuentros profundos, de novedad enriquecedora. No digo que renunciemos a nuestra experiencia y nuestros conocimientos, que nos ayudan a vivir, pero guardémoslos por un momento en el segundo cajón y abramos de par en par el armario de lo desconocido, de los/as desconocidos/as. Y, sobre todo, estemos atentos/as. Nos va la vida en ello.

Como referencia tenemos a Jesús de Nazaret. Leyendo los evangelios yo no veo a un Jesús planificador que tiene muy claro el siguiente paso para alcanzar el objetivo. Más bien veo a alguien que, lleno de Dios y libre de ataduras, se lanza a las calles con el corazón y los brazos abiertos a acoger lo que la Vida le pone por delante, con especial atención a quienes tienen alguna necesidad. Pues eso.