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Aprovechando mi paso fugaz por Madrid he ido al cine (una vieja pasión no cultivada) y he visto una hermosa y emotiva película, ‘Ático sin ascensor’, de Richard Loncraine. La mayor atracción del cartel eran Morgan Freeman y Diane Keaton, actores que garantizan un plus de credibilidad nada desdeñable en estos (superficiales) tiempos que corren. La historia es sencilla, pero profundamente convincente y humana.

A ciertas edades, cinco pisos sin ascensor son un motivo más que suficiente para plantearse un cambio de casa. Algo tan simple da lugar para hablarnos, una vez más, de la convivencia, la nostalgia y los amores otoñales. El tiempo pasa inexorable y la rutina se apodera de la vida y, poco a poco, impone su ley. Llega un momento en el que no sabemos ni dónde estamos ni adónde vamos…

Se hace difícil pensar, gozar, decidir,… Quizá lo mejor sea permanecer donde se está. La maltrecha mascota es un reflejo de la pareja: “los perros -admitirán- se adaptan a su destino mejor que nosotros”. Así, no faltan las miradas tiernas y cómplices, teñidas de melancolía. Es lo que yo siento, cuando visito casas y ancianatos y contemplo todo tipo de miradas, las más, inevitablemente apagadas y perdidas. Comprendo entonces que la soledad no admite disimulos y que la buena compañía es un tesoro.

Como si se tratara de un flash-back, me he acordado de los últimos años de mis abuelos, encerrados en su memoria, más pendientes del recuerdo que del futuro, abrazados, como náufragos, a la tabla de los amores seguros. Tomaban con gusto la palabra, pero ya no tenían nada nuevo que decir. Por eso, se repetían, sin darse cuenta… Salirse de la rutina era una amenaza inaceptable, hasta el punto de volverse cómicos o dramáticos según la conveniencia.

Hoy, en este tiempo en que yo mismo comienzo a envejecer, revivo sus sentimientos y trato de moderar los míos. No quisiera que la vejez fuera un tiempo perdido, vacío de ilusión y de esperanza, de contacto y vigilancia.

Siento que puede ser el tiempo de la amistad desinteresada, de la lealtad y de la gratitud, del perdón y el abandono de cualquier resentimiento al que se tiene derecho, de humor suficiente como para distender y aligerar las cosas, de hacer recuento de lo vivido y de preparar el encuentro con el Señor de la Vida. Ojalá que también entonces, como decía Francisco, los vinos mejores estén por abrir. Semejante esperanza nos permite ensanchar y enriquecer la vida, aunque estemos al final, nunca definitivo para el creyente. Cada cual muere a su manera y, a menudo -aunque no siempre– tal como ha vivido.

El ático sin ascensor es la imagen de un hogar de ida y vuelta, de un viaje en el que los recuerdos, más allá de la nostalgia, deberían abrirnos a una experiencia mayor. Como el poeta, ojalá que cada uno pudiera decir: “Confieso que he amado”…

Autor: Mons. Julio Parrilla.

Fuente original: El comercio