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Escribo este artículo mientras se celebra en Roma el encuentro del Papa con los presidentes de Conferencias Episcopales en torno al tema de los abusos sexuales. Bueno es que la Iglesia afronte el tema con la debida profundidad y firmeza. Pero sería injusto y distorsionado pensar que este es un tema solo de curas. Lamentablemente se trata de una auténtica pandemia global que afecta a todos: ricos y pobres, negros y blancos, creyentes y no creyentes. Los expertos señalan que, tristemente, los espacios de abuso están repartidos por todas partes: familia, escuelas, iglesias,… Bueno sería que, en vez de buscar víctimas propiciatorias, cada uno mirase su propio corazón y, sobre todo, el corazón de las víctimas.

Yo creo que la clave para comprender el fenómeno de los abusos sexuales está en el concepto que tenemos del poder. El abuso es siempre una explotación del que es inferior, se trate de explotación física, psicológica o jerárquica. Por eso, a la hora de dar respuestas prácticas, en cualquier ámbito social o eclesial, importa facilitar que las víctimas denuncia en sin temor.

Si el poder está en la raíz, el silencio es uno de sus frutos más odiosos. El menor vulnerable entra en una red de indiferencia capaz de matar a cualquiera y, más que a nadie, a un niño. En el silencio hay factores neurológicos y psicológicos.

Es parte del trauma del abuso, mientras que el poder hablar es parte de la curación. Desde el momento en que uno es capaz de comunicar su dolorosa experiencia se inicia una nueva fase, que siempre es liberadora. Y que debe tener en cuenta elementos públicos importantes, desde la justicia a la reparación.

Monseñor Oscar Ojea, presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, publicó recientemente en el Osservatore Romano un artículo muy interesante a este respecto. Dice. “Para que haya abuso sexual seguramente tiene que haber habido abuso de autoridad y manipulación de la conciencia”. Es verdad que una conciencia manipulada no es capaz de expresarse adecuadamente, pero es fundamental favorecer la comunicación, lo cual es posible si todos aprendemos a generar espacios de escucha y de diálogo. Sólo a partir de ahí podemos empezar a reparar.

La sanación supone además cerrar las heridas, el dolor y el enojo profundo acumulado a lo largo de los años cuando a uno le toca rumiar en soledad su pasado. ¿Seremos capaces de orientar tantos sentimientos, sufrimientos y frustraciones hasta el punto de entrar en una cultura de paz y de sosiego, de confianza y de perdón? ¿Sabremos enseñar a los adolescentes y a los jóvenes a decir que no cuando alguien intenta forzar su intimidad?

Agradezco al Papa Francisco su clara determinación para aplicar la tolerancia cero. Rezo por las víctimas y por el santo pueblo de Dios gravemente adolorido, pero confío con fe y esperanza en que los buenos opacarán a los malos.
 

Autor: Julio Parrilla, obispo de Riobamba y miembro de Adsis.
Fuente original: Diario El Comercio