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(Peio Sánchez).- El nombramiento de Juan José Omella como nuevo arzobispo de Barcelona ha sorprendido aunque ya era oficiosa desde hace quince días su designación. El secreto pontificio en el tiempo del poder de la comunicación también en este caso ha sucumbido, algo que ya ha dejado de extrañarnos con la que está cayendo. No parece este nombramiento políticamente correcto. En plena crisis social, política e institucional entre Cataluña y el Estado español los sectores de horizonte independentista apostaban por un obispo catalán mientras que los sectores que se ubican en la unidad de España ven con buenos ojos alguien que aseguran que será de su cuerda.

Como es justo dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, probablemente los de una orilla y los de la otra se encontrarán con sorpresas respecto a sus expectativas. El envío a Barcelona de Juan José Omella ha de ser entendido en clave del momento eclesial y de la apuesta del papa Francisco por una iglesia en salida auténticamente misionera desde el servicio a los pobres con el Evangelio en la mano.

La decisión del papa es por un obispo que tiene una larga trayectoria de sintonía en el espíritu franciscano.  No es un teólogo forjado en la academia, tampoco un canonista experimentado en regular la comunión ni en su trayectoria era previsible el encargo de la iglesia de una gran ciudad en un momento complejo como el que vive la sociedad catalana. Sus dedicaciones preferentes han sido la cercanía a las personas, el estilo de pastor que siente pasión por la Palabra dicha desde el corazón como atestiguan sus homilías, la dedicación ministerial a los más pobres como muestra su trayectoria de misionero en Zaire, el hecho de ser consiliario general de Manos Unidas y su presencia en la comisión de pastoral desde su ordenación como obispo en 1996 hasta hoy, que es su presidente, y desde la que ha mantenido una relación constante con Cáritas, también internacionalmente.

Es cierto que, en general, a la iglesia de Barcelona le hubiera gustado un pastor catalán pero también es verdad que es una iglesia comprometida con las propuestas y los caminos que en este momento abre el papa Francisco. Esto hará que sea un obispo bien recibido y poco a poco querido. Además Barcelona tiene en su historia y en su momento actual una fuerte dimensión católica-universal a la vez que una fuerte conexión con la identidad catalana. En este sentido, hay que recordar lo que supone la presencia del nuevo arzobispo como miembro de la Congregación para los Obispos, lugar clave de la reforma. Lo que sin duda ayudará en estos momentos donde construir puentes es tan necesario.

 

 

El hecho de llegar de fuera de la Conferencia Episcopal Tarraconense le impone el reto de situarse en la realidad del país, asunto nada sencillo. Venir de una diócesis como Calahorra y La Calzada-Logroño es pasar de una iglesia de proximidad y cercanía a una iglesia mucho más compleja, con una realidad de secularidad de larga implantación y con unos componentes políticos, institucionales y sociales de gran alcance. Aunque a veces llegar de lejos ayuda a ganar en libertad y arrojo para afrontar los retos y su trayectoria de pastoral social le hace bienvenido en un momento donde la pobreza y la desigualdad encienden señales de alarma.

Los once años largos de episcopado del cardenal Martínez Sistach dejan una iglesia reforzada en la comunión, institucionalmente ordenada, con una presencia social discreta pero apreciada y con posibilidades de llevar adelante Evangelii Gaudium. Aunque también una iglesia minoritaria con necesidad de cambios en las personas y estructuras pastorales para aproximarse a las generaciones de familias jóvenes y de sus hijos, una generación casi ausente en este momento de la vida eclesial.
En la estela de papa Francisco nos pedirá que recemos por él. Lo necesitará.

Fuente: Religión Digital