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Una vez más me toca escribir sobre el femicidio. No será la última vez. Lamentablemente el tema se vuelve recurrente y, de forma brutal, la crónica roja se tiñe con la sangre de mujeres victimadas que dejan en evidencia infinitos dolores y falencias.

Muchos de los últimos casos habidos ofrecen un panorama de crueldad inquietante (machetazos, manos cortadas, niños testigos). Es un dolor el drama de tantos niños que ven morir a sus madres por manos de sus parejas. Más allá de los hechos, tendríamos que preguntarnos qué está pasando… Quizá el telón de fondo sea una sociedad que no valora ni respeta a la mujer.

Mientras los sociólogos hablan de convergencia de géneros, de nivelación y desintegración de las condiciones femenina y masculina, en nuestro mundo arcaico la mujer sigue siendo “privada”, propiedad de un macho que se siente dueño y señor y, si fuera necesario, verdugo. Son las reglas del sometimiento. Quien así actúa, lo acepte o no, es un maltratador y un asesino. A la luz del femicidio como fenómeno social cuesta imaginarse un mundo en que los dos sexos asuman de manera equitativa y serena las cargas y las gratificaciones de la vida privada y también de la vida social. Quizá porque un proceso semejante sólo es posible bajo el signo de la libertad.

Las quiebras y las heridas, las frustraciones y complejos que anidan en la mente de un maltratador necesitan del trabajo de un psicólogo. Pero hay más cosas a considerar. La espiral de violencia intrafamiliar que hoy se padece en muchos hogares no es más que un eco de la violencia social que todo lo invade. Somos hijos de la ira, de la venganza, del exceso. Ignoramos el valor de la vida humana, del amor, de la ternura, y fácilmente pensamos (es un decir) que todo vale con tal de satisfacer nuestros instintos y dar rienda suelta a nuestras pasiones. Los instintos y las pasiones de un macho que reduce el cuerpo femenino (del alma no entiende demasiado) al lugar por excelencia de la dominación.

A ello habría que añadir el deterioro familiar que sufren, sobre todo, los más pequeños y débiles de la casa. Construir familia y hogar, amar incondicionalmente, sacrificarse por las personas amadas, renunciar al propio derecho y aceptar que el otro crezca y sea él mismo, parece demasiado y no todos los hombres están dispuestos a aceptarlo. No digo que todos los hombres sean egoístas patentados ni tampoco que todas las mujeres sean puras altruistas. Pero no se puede ignorar que las mujeres han estado relegadas durante siglos. De hecho, la equidad demográfica aún no se ha traducido en una paridad verdadera.

A pesar de todo, las mujeres están ahí, llenas de sueños y esperanzas, sufriendo la injusticia del macho desbocado, buscando sin denuedo qué significa, en estos tiempos inclementes, ser mujer. Todos necesitamos ser reeducados, pero también hay que exigir vigilancia y aplicación eficaz de la ley.
Fuente: El Comercio.

Autor: Julio Parrilla. Obispo de Riobamba y miembro de Adsis.