El nacimiento de Jesús, el Mesías, fue así: su madre María estaba prometida a José y, antes de vivir juntos, resultó que había concebido por la acción del Espíritu Santo. José, su esposo, que era justo y no quería denunciarla, decidió separarse de ella en secreto. Después de tomar esta decisión, el ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo:
-José, hijo de David, no tengas reparo en recibir a María como esposa tuya, pues el hijo que espera viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados.
Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que había anunciado el Señor por el profeta:
La virgen concebirá y dará a luz un hijo,
a quien pondrán por nombre Emmanuel
(que significa: Dios con nosotros).
Cuando José despertó del sueño, hizo lo que el ángel del Señor le había mandado: recibió a su esposa.
Después de tres meses de ausencia de María en casa de Isabel en la montaña de Judea, a su retorno a Nazaret, José advierte su embarazo.
La duda y la crisis le sumen en profunda zozobra. Entre la fidelidad de su amor y la evidencia de la realidad, José opta por la huida.
Cuando los acontecimientos nos provocan desconcierto en las certezas más profundas del corazón, Dios tiene siempre para nosotros una respuesta abierta a la creatividad y a la expectativa de un amor nuevo.
Quizás sintamos amenazados nuestros proyectos humanos. Pero el Señor nos abre a proyectos más fecundos y universales. José está llamado a vincular su amor al amor de Dios que hace presente en el mundo a su Hijo amado.
El amor común con María, figura de la Iglesia, está llamado a ser amor de comunión y de servicio con Jesús, portador de esperanza y de vida para todos.
En el servicio al Reino Dios asume y trasciende todos nuestros desvelos.