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Aprendí a prepararme un trago rico y hacerme algo para comer, con olores y sabores diferentes. Disfruté de levantarme temprano y mirar con ojos de dulzura el día que amanece, valoré el quedarme en pijama sin hacer nada más que estar

 

Aprendí a soñar y no hacer caso de los que te juzgan por no pensar la vida según su forma. Aprendí a vivir en comunión con los más pobres, ellos son los que me enseñaron a celebrar la mesa con lo que tenía

 

Recorrí los caminos de las mujeres del Evangelio, las que acompañaron a Jesús en los momentos de la Pasión, esas mujeres tomaron cuerpo en mi vida, se hicieron hermanas, amigas y compañeras, sus historias se me hicieron cercanas

 

 | María José Encina Muñoz, Hermana comunidad Adsis

Para Sandra, maestra en el amor a los que más sufren, a Myriam, buscadora del Señor, a Lica, profeta de nuestro tiempo.

Debo ternuriarme, así apareció por primera vez en mi vida y en mi cuerpo el verbo ternuriar, quizás después de vivir una experiencia profunda de soledad que me llamaba, reclamaba, gritaba por ser habitada. Qué novedosa y radical se me hizo esa experiencia de soledad. Mi existencia abrazada misteriosamente por el Dios de mi vida, en la intimidad más profunda de mi ser mujer, amante de mí misma.

Marcela Serrano dice que una mujer para vivir un duelo requiere dos cosas: dormir sola y una tina caliente. Estos años he descubierto que quizás son más y a la vez menos, aquello que se necesita para sanar. Aprendí a prepararme un trago rico y hacerme algo para comer, con olores y sabores diferentes. Disfruté de levantarme temprano y mirar con ojos de dulzura el día que amanece, valoré el quedarme en pijama sin hacer nada más que estar. Me permití sentarme en el suelo de la cama y llorar tanto como necesitaba, mirar hacia atrás y agradecer que lo vivido no había vuelto mi corazón en piedra, sino que tenía un corazón cada vez más de carne, (Ez 36,26). Aprendí a soñar y no hacer caso de los que te juzgan por no pensar la vida según su forma. Aprendí a vivir en comunión con los más pobres, ellos son los que me enseñaron a celebrar la mesa con lo que tenía, a reírse con ganas de lo que ocurría, ya que no se sabe cuánto durará, agradecer a Dios, porque Él lo puede todo.

Y así en medio de una pandemia, con un metro de vista hacia la cordillera, me fui tornando hacia adentro, y a la vez, esa ternura que Dios me enseñó, me fue llevando hacia afuera. Recorrí los caminos de las mujeres del Evangelio, las que acompañaron a Jesús en los momentos de la Pasión, esas mujeres tomaron cuerpo en mi vida, se hicieron hermanas, amigas y compañeras, sus historias se me hicieron cercanas y ya no sólo las leía en el Evangelio, sino que las escuchaba por zoom, las veía haciendo denuncias proféticas por Instagram, tocaban a mi puerta para contarnos cosas, me cocinaban arepas, juntas aprendimos a rebelarnos ante lo que nos parecía injusto, juntas ungimos a Jesús en la vida de tantos que estaban sufriendo cerca nuestro, juntas nos dimos Esperanza.

 

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Y así llegó el día en que ya no sólo me dije debo ternuriarme sino que debemos ternuriarnos. Siempre que lo dije alguien me preguntó con profunda curiosidad qué significaba y compartí con naturalidad la experiencia vital del amor de Dios que fija sus ojos en mí y sana todas las heridas. Que muestra los deseos más profundos y que permanece fiel día tras día. Una experiencia de Dios, atravesada por la cruz, con una profunda esperanza arraigada en la espera de la resurrección, una luz perpetua que marca el camino, un Dios que no se rinde y que lo primero que hace es amarnos. Esa experiencia, a través de esa palabra, de ese verbo conjugado se fue haciendo experiencia compartida. Este año a medida que tomaba más fuerza su significado, más urgida me sentía a escribir de ella, pero no había llegado el momento, ahora lo es.

La ternura evangélica me fue saliendo en el camino, al igual que los discípulos de Emaús, que se encontraron con Jesús en medio de su profunda incredulidad. A través de la Palabra, Jesús me hizo profundizar en aquello que pasaba por mi cuerpo y así latieron en mí, dos evangelios, el capítulo 13 de Juan y el segundo texto es del evangelio de Lucas, la viuda de Naím que "al verla el Señor, tuvo compasión de ella, y le dijo: «No llores.» (Lc 7,13)

Mientras los rezaba, fui descubriendo que en el hebreo bíblico podemos encontrar dos palabras que se encuentran muy relacionadas, la primera es “racham” - “raw-kham”, en los diccionarios bíblicos podemos encontrar distintos matices como lo son: amar, amar profundamente, amor desde lo más profundo de las entrañas del ser, tener misericordia, ser compasivo, tener tierno afecto. También dice que expresa un profundo y tierno sentimiento de compasión, y comparte la misma raíz que “matriz” que tiene relación con la compasión maternal. “Rechem” – “rekh-em” que podría ser ocupado como; vientre, seno, madre.

A partir de esta ayuda etimológica di un segundo paso, ¿qué implicaba para mi esa ternura a la que Dios me invitaba? La ternura era compromiso, era vitalidad, era fuerza. No era una ternura pasiva, producía y produce en mí una profunda transformación, es una invitación radical, vital, vivir, amar, sentir, desde las entrañas.

 

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La ternura que Dios vivía conmigo abrazaba todo mi ser, Jesús pasaba frente a mí y se "compadecía" me amaba desde su seno, Dios me amaba desde ese espacio vital, existencial desde donde yo he nacido. Me devolvía lo que creía perdido e iluminaba lo que era oscuro. Ese proceso debía ser personal, íntimo, con un lenguaje propio, en el cual yo me dejaba ternuriar por Él.

Ese ver y compadecer, contempla sagradamente en nuestra vida la vulnerabilidad, la herida que todas y todos llevamos, que nos hace tocar, amar y comprender el dolor de la otra, del otro. Amamos porqué somos amadas, amamos porqué nuestra vulnerabilidad abraza la vulnerabilidad del otro. Esa experiencia sagrada me abrió a un segundo paso, aprender a amar y soy aprendiz, feliz aprendiz.

El amor hasta el extremo. Me pasé años de mi vida caminando hacia una cruz sin regreso, morir era hacer sacrificio tras sacrificio, no sin sentido, siempre con una opción vital que lo iluminaba, y no reniego de esa experiencia porque fueron los pasos que me permitieron encontrar la ternura… Amar hasta el extremo era mantenerse en la ternura, abrazar la limitación del otro, afianzarse en la espera, permanecer en el silencio, orar y desear lo mejor, confiando en los caminos que Dios ha preparado, amar hasta el extremo, era no renunciar al corazón amoroso de Dios que nos invita a amar. Un compromiso distinto que no pasa por el hacer, sino por el ser.

 

AMAR A DIOS SIGNIFICA CONFIAR EN ÉL | worldchallenge.org

 

Hoy que alguien me diga que soy tierna, sintoniza en mi este camino de amor, pero, más allá del adjetivo, la importancia está en el verbo.

Ternuriarme y ternuriarnos es lo que nos lleva a amar desde el modo de Jesús que con infinita paciencia y dulzura nos abraza, nos toma y coloca en camino. Porque lo realmente importante es saberse amada y desde ese amor, abrirse a la vida amando desde Dios.

NOTA

  • (1) Neologismo utilizado por mí a lo largo de estos años, que permite comprender mejor el arte de amarnos.

 

Fuente original: Religión digital

Etiquetas: Fraternidad