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Vivimos en un mundo muy necesitado de aliento. Una vez más, la humanidad se acerca a un abismo que, en este caso, ha sido generado por ella misma. El resultado es incierto. 

Es un momento paradójico: la humanidad cuenta con más medios que nunca para desarrollar una vida digna y, al mismo tiempo, no acierta a resolver el dilema ético (que no científico) de cómo usar esos medios con ese fin.

El cambio climático, la crisis energética, la crisis migratoria, el exterminio de gran parte de las especies son, entre otros, espejos donde se refleja este dilema ético.

El panorama produce perplejidad. Un análisis fácil es que la avaricia de los poderosos no tiene límites y su poder crece a costa de los débiles; una lucha a muerte entre oprimidos y opresores, entre buenos y malos. Como eslogan funciona, pero no parece que arregle nada. El blanco y negro hace fácil la interpretación, pero la experiencia de la vida nos va diciendo que la realidad está entretejida de una gama de grises que tiende al infinito. Difícilmente nos interpretamos a nosotros mismos como opresores cuando compramos una prenda buscando la mejor oferta sin preguntarnos si tiene victimas. Detrás de cada teléfono móvil, de cada ordenador, de cada fiesta progre donde no puede faltar la oferta más o menos trasgresora de alguna droga, ¿cuántas víctimas producimos?

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Tal vez, un par de aprendizajes de estos últimos tiempos. Hay muy buenas intenciones que producen muy malos resultados. Imponer conductas y objetivos ideales no trae buenas consecuencias. Pero, por otro lado, una vida sin ideales acaba consumiéndose en el sinsentido. La ecuación no parece resoluble en términos lógicos.

La multiplicación de los panes que aparece en los cuatro evangelios canónicos es profundamente inspiradora de un modelo alternativo de vivir y de relacionarse. Alguien puede pensar que es la variable que falta en la ecuación. Cuando se comparte llega para todos y sobra. Se podría demostrar matemáticamente con los datos que hay en el mundo actual...

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Autor: Luzio Uriarte