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Esther. Esther se llamaba la mujer, hay que día más triste ese en el pueblo. Yo la conocía, aunque era más joven que ella, vivíamos en el mismo sector, y como en todo pueblo…todo se sabe.

Siempre en las mañanas, muy temprano, me la topaba en el pozo para sacar el agua. Yo era muy chica cuando la veía pasar, con sus cantaros para preparar las cosas de casa. Eran ella, su marido Efraím y su hijo Cleofás.

Eran una familia normal, con Cleofás éramos de la misma edad, así que muchas veces nos llevamos los retos de nuestras madres por las maldades o el alboroto que hacíamos por la calles. Esther, aunque tenía su carácter, era una mujer sencilla, y siempre preocupada de las necesidades que tenían sus vecinas. Efraím, era de los que trabajaban la tierra, no la suya por supuesto, eran las tierras del patrón, pero suerte tenía de tener trabajo. Había otros que por mucho que lo intentaran no lo lograban. Así pasaban los días, lleno de rutina… nosotros éramos de los pobres, así que nada de privilegios, lo justo y necesario… y de lo necesario compartir con los que no tienen nada, incluso menos que nosotros; las viudas, el ciego Josaím, que pasa días sentado a la orilla del camino, para ver si alguno de los que pasan de pueblo en pueblo le daba algo. Los leprosos con sus campanillas. Así pasaban los días.

Una tarde, calurosa, Efraím volvió del trabajo, lo acompañaba Cleofás, que desde hace un tiempo, ya lo habían llevado al trabajo de su Padre, para tener algo más con que parar la olla. Ese día, el viejo Efraím no quiso comer, eso contaba mi amigo, y prefirió que la vieja lo mojara un poco con un paño húmedo, e ir a tirarse en un lugar un poco más fresco. Nunca más despertó. Cuando Esther lo fue a ver, ya estaba muerto. La noticia corrió muy rápido, y todos nos enteramos de lo que había pasado. Mi madre inmediatamente me envió con un pan recién horneado, para que tuviera algo la pobre Esther. Casi todo el mundo fue al entierro, las lágrimas le corrían por sus mejillas, pero no dijo nada, ninguna palabra. El trayecto fue lento, ni siquiera la sonrisa y los típicos juegos se escuchaban. Cleofás iba adelante. Solo, callado. En una noche el chico se había convertido en un hombre… un hombre pequeño… pero hombre al fin y al cabo. Ocupó el lugar de Efraím en la tierra del patrón; pero tuvo que aprender que ya no eran juegos. Solo él, era el sostén de su madre. Los días pasaron, como les pasa a los pobres, no había mucho tiempo para el duelo. Sí para el dolor en el corazón, pero había que seguir, parar la olla y dar al hambriento.

Yo también me había vuelto una mujer, y junto a las otras mujeres del pueblo, ayudaba a lo que a los niños y a los hombres les hiciera falta. Esther pasó mucho tiempo hacia adentro, su generosidad seguía con lo que tocaban a su puerta y con los que no. Pero el día en que murió Efraím algo de ella también murió. Cleofás era su orgullo, la bendición de Dios. Sabía que Dios no la había abandonado. Y la podías ver, todo el pueblo la contemplaba, como esa mujer, se paraba cada tarde en el portal de su casa y sonreía al ver a su hijo asomarse en el camino. Cleofás era un hombre de bien. Educado por su padre y madre, siempre agradeciendo a Dios lo obtenido, siempre poniendo los ojos y el corazón en quienes sufrían más que ellos.

Y así llego la siguiente noche… la noche sin amanecer para Esther. En un suspiro, de un momento a otro, sin razón, sin provocación alguna, Cleofás en medio del sueño, dejo de respirar. En el amanecer del pueblo, un grito desgarrador salió desde la casa de Esther. Cuando las mujeres y algunos hombres lograron abrir la puerta, la encontraron a ella, llorando con desconsuelo, con el cuerpo de su hijo muerto entre sus brazos. Yo llegué con algunas otras mujeres; era angustiante ver a la madre con su hijo muerto, una mujer sola. La que en poco tiempo la vida le había quitado todo lo que tenía. El amor de su vida había muerto, el fruto de sus entrañas, yacía sobre sus piernas sin vida. La que había sido bendecida, ahora parecía olvidada, maldita a los ojos de Dios. Se hicieron los ritos mortuorios y el corazón de todos y cada uno era de total desolación. En medio del dolor desfigurado, también estaba el abandono total de esta mujer.

Muy temprano, antes que el sol se impusiera, fuimos a enterrar a Cleofás. Con todo lo buena y generosa que es Esther y con el dolor desgarrador de su historia, muchos fueron los que la acompañamos. Casi al llegar a la entrada del pueblo, vimos como los niños parecían revoloteados. Por más que los retáramos para que mostrasen respeto, corrían más adelante que nosotros.

Esther no decía absolutamente nada, solo lloraba desconsolada, angustiada; A lo lejos, cerca de donde venían los niños, se divisó una gran polvareda. Se veía a muchísimas personas juntas, que caminaban en dirección hacia nosotros. Uno de mis sobrinos se acercó y me dijo es un hombre llamado Jesús. No alcanzó a terminar de decir su nombre, cuando muchos de los que caminaban conmigo comenzaron a rumorear quien era Jesús. Yo me adelanté y tomé a Esther por el brazo, quien absorta en su dolor, solo miraba con una mirada perdida el ataúd de su hijo.

De pronto, ambos grupos se juntaron. De a poco, todos comenzaron a callarse, y solo se fue escuchando el llanto incontenible de Esther. Yo sentí una mirada tan fuerte. Alguien en ese montón de gente, entre los que estábamos en el camino al entierro y los que venían entrando al pueblo, miraba. De pronto un hombre se acercó… fue un encuentro lento, no era difícil captar el dolor que Esther tenía, pero en su mirada parecía recordar muchas miradas de dolor, como si supiera de sufrimientos. Esther lo miró, era un encuentro íntimo, pero eso no le quitaba su dolor. Hasta que el hombre, en medio del silencio, lo rompió y le dijo: - No llores más. No fue una orden, fue un acto compasivo ante el dolor de una mujer que se rompía por dentro. Los hombres que llevaban el ataúd, quedaron atónitos, cuando Jesús lo tocó. Todos miraban expectantes y nadie se atrevía a decir nada. De pronto, dijo: - Muchacho, a ti te digo, levántate. Como si hubiese sido una orden, Cleofás abrió los ojos, se reincorporó. Quienes lo llevaban lo dejaron en el suelo. Se comenzó a escuchar un revuelo. Los que venían con él no podían creerlo. Todos querían tocarle, abalanzarse, los del pueblo no daban crédito a los que sus ojos habían visto y sus oídos, oído. A Jesús parecía no importarle nada de eso. Solo estaba presente para Esther y Cleofás, que sentado en el ataúd hablaba sin más.

Jesús lo tomó y se lo entregó a su madre. Esther sintió en su corazón el recuerdo de la primera vez que sintió en sus entrañas a Cleofás, y supo que era bendita por Dios.

A lo lejos Josaím, con una pequeña risa y alegría por esa mujer que tanta misericordia había tenido con él, dijo: - Un gran profeta ha surgido entre nosotros; Dios ha visitado a su pueblo.