Dicho esto, Jesús levantó los ojos y exclamó:
-Padre, ha llegado la hora. Glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique. Tú le diste poder sobre todos los hombres, para que él dé la vida eterna a todos los que tú le has dado. Y la vida eterna consiste en esto: en que te conozcan a ti el único Dios verdadero, y a Jesucristo tu enviado. Yo te he glorificado aquí en el mundo, cumpliendo la obra que me encomendaste. Ahora, pues, Padre, glorifícame con aquella gloria que ya compartía contigo antes de que el mundo existiera.
Yo te he dado a conocer a aquellos que tú me diste de entre el mundo. Eran tuyos, tú me los diste, y ellos han aceptado tu palabra. Ahora han llegado a comprender que todo lo que me diste viene de ti. Yo les he enseñado lo que aprendí de ti, y ellos han aceptado mi enseñanza. Ahora saben, con absoluta certeza, que yo he venido de ti y han creído que fuiste tú quien me envió.
Yo te ruego por ellos. No ruego por el mundo, sino por los que tú me has dado; porque te pertenecen. Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío, y en ellos he sido glorificado. Ya no estaré más en el mundo; ellos continúan en el mundo, mientras yo me voy a ti.
En su oración al Padre, Jesús manifiesta los sentimientos más profundos de su corazón, los deseos que han configurado su misión y las actitudes con que vive su entrega.
Jesús ha cumplido la voluntad de su Padre y con su fidelidad ha dado gloria a Dios. La gloria del Padre manifestada por Jesús consiste en que su amor y su vida han sido el don ofertado a cada uno de nosotros. «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo. En esta expresión la comunidad de Juan comunica su experiencia creyente y la razón de su fraternidad.
Jesús ha reunido entorno a sí a la comunidad de los discípulos. Nos ha comunicado la palabra del Padre. Se ha entregado por nosotros. Ha culminado la obra que el Padre le encomendó entregándose por amor. Nosotros debemos ser fieles a su proyecto para que Él sea glorificado por el Padre en nosotros.
Jesús ora al Padre por nosotros a la hora de irse al Padre. Ora porque nosotros quedamos en el mundo y en el mundo hemos de ser su gloria, sus testigos, los que demos plenitud a su pasión y signifiquemos su resurrección. Debemos, pues, guardar su Palabra como el legado preciado. Hemos de vivir en su Espíritu porque sólo el Espíritu nos convierte en gloria de Dios.